Femenino plural

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file000753747585Las tengo de todas clases. Altas y bajas, muy guapas o menos guapas, flacas, llenitas, alegres o melancólicas, guerreras, … Y todas son mi complemento. Las colecciono desde que tengo uso de razón y reconozco que no siempre las he valorado en su justa medida. A lo largo de estos años, me he apoyado en ellas a modo de muletas y muy pocas veces me han dejado caer. Unas, se ponen activas en medio del desastre, y te arrastran con fuerza hacia la superficie para que puedas respirar. Afortunadamente, siempre hay otras que mantienen un perfil de baja intensidad y permanecen a tu la lado para sostenerte cuando el peso de la gravedad te hunde nuevamente hacia el fondo. Con unas he compartido nuevas experiencias, grandes aventuras, viajes interesantes, algún que otro suceso, y por supuesto, inconfesables correrías. Con otras, he destripado la vida y sus miserias en largas tardes de sillón y he compartido terapias milagrosas alrededor de una mesa presidida por el aroma de un interminable café. En ocasiones, han acudido raudas a los pies de mi cama de hospital para acompañarme, animarme, consolarme o felicitarme. Pero, siempre, independientemente del motivo que las había llevado hasta allí, me han regalado la mejor de sus sonrisas con un gran cartel donde sólo yo podía leer “Tranquila, todo pasará” o “Aquí me tienes” o “Estoy feliz porque tú hoy eres feliz”. Con algunas de ellas comparto, además, lazos familiares. Con otras, casi no tengo contacto pero sé que están ahí. Siempre están ahí. También ha habido algunos desencuentros irreconciliables. Pero yo sé y ellas saben que lo que hubo nos sirvió para crecer y eso no hay distancia que se lo lleve por delante. Conforme nos hacemos mayores, la intensidad de las vivencias se atenúa y también la imperante necesidad adolescente de compartirlo todo al minuto, hasta el más ínfimo detalle. Dicen que la madurez te permite disfrutar de las relaciones de un modo más completo. Pero en las grandes ocasiones, yo sigo llamando a algunas de ellas a altas horas de la noche para llorar como una niña por las bofetadas inesperadas de la vida. Por eso, desde mi atalaya cuarentona, miro a mi alrededor y me planteo qué habría sido de mi vida sin ellas, sin su sinceridad, su compañía, su rebeldía y su sabiduría. Tampoco sin sus desmanes o sus desafueros. Son mi base, mi red y mi acicate. Son… mis amigas.

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